Escena inicial.
En el castillo está la princesa.
El dragón, sumido en las aguas profundas cuida al puente levadizo.
Intensas enredaderas se postran ante la fortaleza.
Enormes celosías cerradas protegen a las ventanas.
Calma.
Calma.
El chiflido constante y agudo de la brisa veraniega enmarca al silencio.
Quietud en la aparente sonrisa del dragón durmiente.
Calma.
Calma.
Se agitan oscuros los follajes intermitentes.
La luz los cambia, como a todo.
Como a todos.
El castillo es la princesa.
El puente levadizo es el dragón.
Las aguas profundas se enredan y fortalecen.
Las ventanas cerradas, celosas.
Brisas.
Brisas.
El silencio es el viento que retumba.
Temeridad sin risas en la alarmada calma.
Brisas.
Brisas.
Templanza oscura, brusca, templanza de oscuridad.
Ya nada se agita. Ya no hay follaje.
Las aguas emergen cual dragón enfurecido, todo lo tapan.
Vuelan postigos de ardores antiguos.
En el castillo está el dragón.
En el puente levadizo, de pie, adorándolo todo, la princesa.
En las ventanas sin guardias, pájaros invisibles.
Los ojos clavados en el árbol inmenso. Los ojos de quién.
De quién el castillo, de quién el dragón, de quiénes las celosías,
de quién la princesa.
El fuego sagrado, que todo lo quema, que todo lo prende, apaga las aguas.
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Escena final.
Un viejo castillo herrumbrado y solitario.
Un pantano de fangos corruptos.
Huesos luminosos, plumas inacabadas.
Calma.
Calma.
Brisa.
Brisa.
Trampas.
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