Un aguaribay, la tierra mojada, el café, el higo dulce, el olor del mar...
Hay aromas más fuertes que otros, más invasivos, que todo lo tiñen. Hoy pareciera para mí, que todo tiene el olor del mar. Mis manos, mis libros, mi almohada, los sueños que me despiertan a mitad de la noche casi llorando o los que adornan las tardes de estíos lluviosos. Las hojas de los cuadernos en escritos desordenados, la humedad de las voces que resuenan cantando canciones ajenas o lejanas, la sal que se pega en la piel.
Todo tiene el olor del mar, todo tiene el ruido de las olas contra las piedras, todo tiene, en el fondo, la textura de la arena en la piel cuando las sonrisas solamente caían una tras otra y no había que buscarlas desaforadamente.
Los recuerdos no son más que burlas, inventos o intentos de permanecer ausentes en el presente. Son tubos de ensayo, llenos de líquidos coloridos, distractores de dolores o pinchazos continuados; monerías de niños que no quieren ir a dormir, caminatas sin rumbo.
Los recuerdos se inventan, las añoranzas se escatiman en los días nublados, el ruido sordo sucumbe ante las melancolías peligrosas de ardores que pinchan y queman.
En días como estos, quisiera devolver el sentido del olfato, para dejar de tener ese pinchazo tan hondo; o mudarme a la luna, o dormir un sueño largo sin sueños, o abandonar mi mente colgada en cualquier percha...
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