Ayer me preguntaba cuántas primaveras he festejado ya.
Y no es una cuenta que se conteste con la edad –veinticinco abriles que no volverán, ya no son veinticinco-.
Es una de esas que se responden en particular, en ocasión.
La primera fue un picnic, maravilloso, en Loma Verde, a los 10… llovió, para variar, se nos ocurrió ir a caminar por el campo y de golpe nos habíamos metido en el corral de las vacas… y de pronto, el barro hasta las rodillas… y no podíamos salir… la tarde terminó lavando jeans y zapatillas.
La siguiente que recuerdo ya tiene que ser del secundario, de esas jornadas que empezaban desde la mañana para buscar lugar en un parque superpoblado. Y seguían, empujando con los deseos adolescentes a las nubes para que no se hicieran lluvia.
A los 16 hubo una primavera preciosa, enamorada y rosada, de madrugada, soñando con flores eternizadas en canciones de rock. La sigo recordando cada septiembre…
La siguiente fue en un micro de larga distancia, entre lágrimas de no-aniversario y de fin de viaje.
Un par de años después, otra vez, rosada y enamorada, contrariada y obnubilada. Diez años ya y de vez en cuando me pinta una sonrisa de tanta belleza sobre la mesa.
Después, siguientes, siempre brindando, buscando carcajadas, sabiendo que las flores se cortan todas sin que dejen de crecer. Regando a veces, de tanto Bécquer en la adolescencia. Sin Praga y sin París.
Y la última, esta primavera, que llegó antes, bulliciosa, con ruido de olas rompiendo.
No son todas, son las que aparecen, se dibujan, me responden a la pregunta sobre los recuerdos, si son o si se inventan, si pueden inventarse todos o si algunos ya no pueden olvidarse.
Feliz primavera, entonces, una más. Y a festejar.
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